Sobre la vigencia del texto de George Orwell, ¿QUÉ ES LA CIENCIA?, escrito 1945.
Por Verónica Rosero
Publicado originalmente en ARQSEK y en CAE.ORG.EC
Bibliografía
Publicado originalmente en ARQSEK y en CAE.ORG.EC
Ilustración por
Federico Babina. Fuente: federicobabina.com
Hablar sobre ciencia está en aire. El
conocimiento de los avances científicos está cada vez más al alcance de la
cultura popular, y tras severas críticas en los últimos años a la excluyente
complejidad del lenguaje de muchos artículos científicos, se ha tendido a la
divulgación del conocimiento a través de canales populares y con lenguajes más
accesibles, coloquiales e incluso divertidos, con el noble objetivo de procurar
audiencias más cultas. Aunque hablar de ciencia podría no ser tan habitual en
la vida cotidiana, restringiéndose a escasos círculos, sí que está en el aire
de quienes nos movemos en los entornos académicos. Si bien he llegado al
artículo de George Orwell escrito en 1945 con fines académicos he visto una
impresionante vigencia del texto no solo para transmitirlo en las aulas, sino a
otros públicos que, en medio de una coyuntura actual de reformas curriculares y
nuevas leyes de educación (que exigen cada vez conocimientos más especializados),
no comprenden qué significa hacer ciencia.
Las connotaciones del significado de la
ciencia es una discusión que va mucho más atrás de la mitad del siglo XX,
debiendo remontarnos siglos atrás desde la consolidación del método científico,
con álgidos debates en las sociedades científicas occidentales teocéntricas,
cuando se volcaron hacia conceptos más antropocéntricos y menos dogmáticos. Pese
al largo recorrido que tendrá este debate, aún existe una cantidad considerable
de personas (en entornos académicos y no académicos) cuya definición de ciencia
se ciñe a su asociación con las ciencias exactas, más no a su correcta
definición relacionada a cualquier disciplina, siempre que esta sea tratada con
rigor metodológico y razonamiento lógico.
Me he visto en debates sin rumbo donde
colegas han planteado que no se puede hacer ciencia a través del estudio del
espacio (arquitectónico o urbano) dada su naturaleza social y su carácter dual
que oscila entre el arte y la técnica. Pero no quiero caer en el
ensimismamiento de mi disciplina, porque el texto
¿Qué es la ciencia? es
vigente de manera general: no solo aclara la noción de lo que implica hacer
ciencia, sino que, al tan característico estilo de Orwell, evalúa el estado de
la sociedad y resalta, por el bien de la humanidad, la necesidad de una “cultura
general fundamentada” que aborde la filosofía, la historia, la literatura, el
arte, etcétera, disciplinas que popularmente no se asocian con la ciencia.
Orwell ejemplifica esto a través de dos caras de la moneda en el tiempo del holocausto:
científicos que se tragaron el cuento de la ciencia racial y/o se prestaron a
hacer ciencia militar, versus aquellos científicos que se negaron a trabajar en
la bomba atómica y quienes, el autor supone, tendrán conocimientos sobre
ciencias humanas.
Estamos en tiempos de transformación en
los entornos de aprendizaje, pero también estamos en tiempos de atentados
terroristas, guerras fundamentalistas, miseria, migración, gobiernos infames,
ciudades inequitativas. Muchos dicen que es fundamental producir más ciencia.
Estoy de acuerdo, pero opino que debemos ir en orden: hay que comprender
primero ¿qué es la ciencia? Tras esta
modesta reflexión, invito a leer el texto de George Orwell, aleccionador y
vigente sí, pero en especial, inspirador.
¿QUÉ ES LA CIENCIA?
George Orwell
Tribune, 26 de octubre de 1945
George Orwell
Tribune, 26 de octubre de 1945
En el Tribune
de la semana pasada había una interesante carta de J. Stewart Cook, quien
sugería que la mejor forma de evitar el peligro de una “jerarquía científica”
sería procurar que todos los miembros de la sociedad contaran, hasta donde fuera
posible, con una formación científica. Al mismo tiempo, debería sacarse a los
científicos de su aislamiento y animarlos a implicarse en mayor medida en la
política y en la administración.
Tomado como un planteamiento general, creo que casi
todos estaríamos de acuerdo con él, pero advierto que, como de costumbre, el Sr.
Cook no define “ciencia”, y se limita a insinuar, de pasada, que significa
determinadas ciencias exactas cuyos experimentos pueden realizarse en el
contexto de un laboratorio. La educación recibida en la edad adulta tiende,
así, “a descuidar los estudios científicos en favor de materias literarias,
económicas y sociales”; de lo cual se colige, según parece, que la economía y
la sociología no son ramas de la ciencia. Este punto es de gran importancia,
pues la palabra “ciencia” se usa hoy en día en al menos dos sentidos, y la
tendencia actual a andar saltando de uno al otro hace que toda la cuestión de
la educación científica quede enturbiada.
“Ciencia” suele considerarse que significa, o bien a) las ciencias exactas, por ejemplo la
química, la física, etcétera, o bien b)
un método intelectual que llega a resultados verificables razonando en modo
lógico a partir de hechos observados.
Si le preguntamos a cualquier científico o, de hecho, a casi
cualquier persona instruida “¿qué es la ciencia?”, lo normal es que obtengamos
una respuesta próxima a b). En el día
a día, sin embargo, tanto en la lengua hablada como en la escrita, cuando la
gente dice “ciencia” está queriendo decir a).
“Ciencia” significa algo que sucede en un laboratorio; ya la sola palabra trae
a la imaginación gráficos, tubos de ensayo, balanzas, mecheros Bunsen y
microscopios. A un biólogo, a un astrónomo, quizá a un psicólogo o a un
matemático se los describe como “hombres de ciencia”; a nadie se ocurriría
aplicar este término a un estadista, a un poeta, a un periodista o incluso a un
filósofo. Y quienes nos dicen que se
debe educar a los jóvenes científicamente se refieren, casi invariablemente, a
que habría que enseñarles más sobre la radiactividad, las estrellas o la
fisiología de sus cuerpos, no a que habría que enseñarles a pensar con más
rigor.
Esta confusión semántica, que en parte es deliberada, entraña
un grave peligro. Implícita en la exigencia de una mayor educación científica
va la tesis de que alguien a quien se haya formado científicamente abordará
cualquier tema de un modo más inteligente que alguien que no hubiera tenido
dicha formación. Se da por hecho que las opiniones políticas de un científico,
sus opiniones sobre asuntos sociológicos, sobre moral, sobre filosofía, quizá
incluso sobre disciplinas artísticas, tendrán más valor que las de un lego. En
otras palabras: el mundo sería un lugar mejor si lo controlasen los
científicos. Pero un “científico”, como acabamos de ver, significa en la
práctica un especialista en alguna de las ciencias exactas. De lo cual se
infiere que si es químico o físico, uno será más inteligente en temas políticos
que si es poeta o jurista. Y, de hecho, son ya millones los que piensan así.
Pero ¿realmente es cierto que es más esperable en un hombre
de “ciencia” –en este sentido más estrecho– que en otras personas un enfoque
objetivo de los problemas no científicos? Es una opinión sin demasiado
fundamento. Examinemos un caso sencillo: la capacidad de resistirse a los
cantos de sirena del nacionalismo. Suele decirse en abstracto que “la ciencia
es internacional”, pero, en la práctica, los científicos de todos los países se
alinean con sus respectivos gobiernos con menos escrúpulos que los
experimentados por escritores y artistas. La comunidad científica alemana en su
conjunto no opuso resistencia a Hitler. Puede que Hitler arruinase las
perspectivas a largo plazo de la ciencia alemana, pero seguía habiendo los
suficientes hombres dotados que llevasen a cabo las investigaciones necesarias
en campos como el de los combustibles sintéticos, los aviones de reacción, los
cohetes y la bomba atómica. Sin ellos, la maquinaria de guerra alemana jamás
podría haber sido puesta en marcha.
¿Qué ocurrió, en cambio, con la literatura alemana al llegar
los nazis al poder? Creo que no se han publicado listas exhaustivas, pero
supongo que el número de científicos alemanes –judíos aparte- que se exiliaron
voluntariamente o que fueron perseguidos por el régimen fue mucho menor que el
de escritores y periodistas. Más siniestro todavía es que entre los científicos
alemanes hubiese quienes se tragaron esa monstruosidad de la “ciencia racial”.
Algunas de las afirmaciones que suscribieron pueden encontrarse en Espíritu y estructura del fascismo alemán,
del profesor Brady.
Aun así, bajo formas ligeramente distintas, el panorama es el
mismo en todas partes. En Inglaterra, buena parte de nuestros científicos de
primera línea aceptan la estructura de la sociedad capitalista, como puede
verse por la relativa libertad con que se les otorgan las dignidades de sir, de
barón y hasta de noble. Desde Tennyson, no ha habido escritor inglés que
merezca la pena leer –con la excepción, quizá, de sir Max Beerbohm- al que no
se le haya concedido algún título. Y los científicos ingleses que no se limitan
a aceptar el statu quo a menudo son
comunistas, lo que quiere decir que, por muchos escrúpulos intelectuales que
tengan en la que sea su especialidad profesional, no les importa abandonar su
espíritu crítico e incluso mentir en determinados temas. El hecho es que la
mera instrucción en una o varias ciencias exactas, aun si va acompañada de
grandísimas dotes, no es garantía de una actitud humana o crítica. Buena prueba
de ello son los físicos de media docena de grandes países, todos trabajando
febrilmente –y en secreto– en la bomba atómica.
Es evidente que
“educación científica” tendría que significar la implantación de hábitos
mentales racionales, críticos, experimentales. Tendría que significar adquirir
un método –un método que pueda usarse en cualquier problema al que uno se
enfrente–, y no simplemente acumular un montón
de datos. Así expresado, el apologista de la educación científica seguramente
esté de acuerdo. Pero si insistimos, si le pedimos que especifique, al final
siempre acabaremos llegando a que “educación científica” significa más atención
a las ciencias exactas; en otras palabras, más datos. La idea de que “ciencia”
significa una forma de mirar el mundo y no simplemente un cuerpo doctrinal, en
la práctica encuentra una fuerte resistencia. Yo creo que, en parte, esto se
debe a un puro corporativismo envidioso. Pues si la ciencia es simplemente un
método o una actitud, de modo que cualquiera cuyos procesos mentales sean lo
bastante racionales pueda considerarse en cierto sentido que es un científico,
¿qué pasa entonces, con el prestigio enorme de que actualmente gozan el
químico, el físico, etcétera, y con su pretensión de que, de alguna forma, son
más sabios que el resto de nosotros?
Hace cien años, Charles Kingsley describió la ciencia como
“crear olores asquerosos en un laboratorio”. Hace uno o dos años, un joven
químico industrial me hizo saber, con aire de suficiencia, que “no alcanzaba a
entender para qué sirve la poesía”. Así pues, el péndulo oscila de un extremo a
otro, pero a mí no me parece que ninguna de ambas actitudes sea preferible a la
otra. En este momento la ciencia va al alza, así que oímos reivindicar, con
razón, que se dé a las masas instrucción científica; frente a ello no oímos,
como tendría que ser, reivindicar que también a los científicos les iría bien
un poco de instrucción. Justo antes de escribir esto, he leído en una revista
estadounidense que algunos físicos británicos y norteamericanos se negaron
desde el principio a investigar sobre la bomba atómica, en vista de lo evidente
del uso que se le daría. He aquí un grupo de hombres cuerdos en medio de un
mundo de lunáticos. Y, aunque no se publicaron nombres, creo que no me
equivocaría al suponer que todos debían de ser personas con algún tipo de
formación cultural general, con algún conocimiento de la historia, la
literatura o las artes; gente, en resumen, cuyos intereses no eran, en el
sentido actual de la palabra, puramente científicos.
Bibliografía
ORWELL, G. (2013). ¿Qué es la ciencia? En G. ORWELL, Ensayos
(págs. 633-636). Barcelona: Random House Mondadori. Publicado origalmente en
la revista Tribune, 26 de octubre
de 1945, Londres.